El pasado 22 de septiembre asistí, en la galería Fernando Pradilla, a la conferencia “El pabellón errante” del artista Suso Fandiño . Resumiendo mucho, Fandiño ha llevado a cabo una minuciosa investigación sobre los avatares del célebre pabellón español desde la Exposición Universal de París de 1937, y por consiguiente de las aventuras, no menos llamativas, de su principal protagonista: el Guernica. No voy a entrar en detalles, porque me extendería mucho. Esta conferencia es un adelanto de su próximo libro, que de momento se va a publicar sólo en gallego. Esperemos que haya pronto una edición en castellano. La cuestión de fondo es la relación entre arte y poder, es decir, de la creación artística, de los artistas, con el Estado. No hace falta decir que es una mala relación, una pareja tóxica, con un miembro muy vulnerable y el otro poderoso y con rasgos narcisistas, cuando no psicópatas. Y me atrevería a decir que no sólo es mala, sino que debe serlo, que los artistas deberíamos esforzarnos en que sea peor, porque no hay gobierno bueno para la creación, aunque la escala de penoso a execrable tenga muchos matices.
Un buen ejemplo es el recorrido del Guernica, más de setenta mil kilómetros de viaje para acabar como fondo para selfies en el Reina Sofía. En su momento, con el gobierno de Negrín, no lo quería nadie para el pabellón, porque lo consideraron arte burgués y el lenguaje oficial era entonces el realismo socialista. Incluso se planteó, quizás también por los dos meses de retraso en su entrega, substituirlo por una obra de Horacio Ferrer, hoy también en el Reina. Tampoco está en el Prado, como especificó Picasso —recordemos que fue su director, aunque no llegase a tomar posesión del cargo— ni ha vuelto a la República de España, porque el país se llama Reino de España. El gobierno de Franco lo reclamó ya en 1968, aunque tampoco le debía gustar a nadie entre sus élites, como bien podemos imaginar. Lo dicho, el del arte y el poder es un matrimonio forzado y mal avenido.

El tema, con todas sus aristas, es de la mayor actualidad, una vez que Donald Trump ha metido baza en la cultura con su diatriba contra el Smithsonian, por “woke”, y la promulgación de una directiva1 para restaurar la verdad y la unidad en la Historia americana. Las guerras culturales no son una novedad en los Estados Unidos, pero los modos resultan completamente ajenos al orden institucional de los países democráticos. Bueno, es un país muy grande y una parte importante del poder reside en la iniciativa privada y en los estados federados, por lo que el arte norteamericano, más que sufrir, yo creo que se va a sentir estimulado con estos desafíos.
En nuestro país también hay guerras culturales, por supuesto. La cuestión lingüística ha sido durante décadas uno de los ejes vertebradores de la política, tanto a nivel nacional como autonómico, por ejemplo. Pero es raro que alcance a los museos de forma tan llamativa. Y no es porque nuestras instituciones culturales tengan más autonomía respecto de sus correspondientes gobiernos, sino que importan mucho menos. En todo caso, aquí se estila más el poder blando. Evitar la confrontación directa, que podría tener ese efecto contrario de enardecer y unir a los artistas, para, en su lugar, proceder a un sutil vaciamiento de presupuestos y de sentido.
Por otra parte, y justo en estos tiempos de mal augurio, el debate ha desparecido del sistema del arte español. Me refiero a la crítica del propio sistema por sus agentes, el análisis de las instituciones y sus vínculos, no siempre sanos, con la política y el dinero. El cuestionamiento del canon, de las estrategias que lo establecen, de los procesos de creación de valor y, en términos más generales, de cómo, y por quién, se manipula la socialización de la obra de arte. Cuestiones todas determinantes para el trabajo de los artistas. Desde el cierre de Brumaria, y con la excepción de los artículos de Elena Vozmediano2 (o mis cada vez menos frecuentes intervenciones), parece que hemos entrado en un periodo de autocomplacencia y dulce sumisión. Es muy paradójico y no presagia nada bueno. Deberíamos empezar por aplicarnos aquello de “cuando las barbas de tu vecino veas cortar…”, porque nos hace falta el análisis de estos instrumentos de censura cultural más sutiles, y posiblemente más efectivos, que los exabruptos del presidente norteamericano. Las políticas culturales del Franquismo, extensamente estudiadas por Jorge Luis Marzo3 y abordadas también por Fandiño en su conferencia, son un buen ejemplo.
Sin embargo no se escucha ningún debate sobre las políticas culturales de Madrid, Comunidad y Ayuntamiento. Es muy posible que la mayoría de los artistas crean que no las hay. Que la derecha simplemente no tiene políticas culturales, que ni siquiera piensan en ello. Por los resultados parecería ser así, pero las hay y se manifiestan. En el programa electoral de Isabel Ayuso las ideas eran muy vagas, poco más que una identificación entre cultura y turismo y algunas iniciativas concretas, pero ni una sola alusión a las artes visuales. Lo cierto es que hasta ahora no se han visto grandes cambios respecto a la legislatura anterior. Un programa con altibajos en Alcalá 31 y el CA2M a su aire allá por la estepa castellano-manchega. Muy, muy poca cosa para la comunidad autónoma con mayor PIB de España. El programa de José Luis Martínez Almeida era mucho más detallado, pero con ideas tan descabelladas como “abrir” el museo de arte contemporáneo del Conde Duque. No me voy a extender aquí, habría para toda una serie de artículos, pero el nombramiento a dedo de Jorge Volpi como director de este espacio lo dice todo. A ver, Jorge Volpi es un grandísimo escritor y un intelectual muy lúcido. ¿Pero qué pinta en el Conde Duque? Nadie lo sabe, y lo peor es que nadie lo ha preguntado. Y otra cuestión no menos crucial: ¿Es lícito, éticamente, aceptar un nombramiento a dedo, cuando toda la comunidad artística convino hace años en que el concurso público es el único medio legítimo para el nombramiento de directores de museos y centros de arte? Parece que tampoco lo sabe nadie, y de nuevo lo peor que no lo se cuestiona nadie, y no será porque falten asociaciones del “sector”. Las mismas que en su día promovieron los concursos públicos. En fin, estamos en la era de la autocomplacencia y la dulce sumisión.
Pero lo que realmente ha hecho saltar mis alarmas es más… impalpable. Porque no se trata de algo criticable en primera instancia, en sí mismo, sino sólo observando un cuadro más amplio, donde el contexto proporciona otras claves de interpretación. Se trata de una deriva generalizada, que se hace patente sobre todo en el nuevo programa de Centro Centro, hacia prácticas artísticas centradas en la experimentación formal. Como si no hubiera otros problemas en el mundo. Quiero aclarar que no tengo nada en contra de este tipo de trabajos. Mi análisis no se dirige a la obra de los artistas, ni a las propuestas de los curadores, sino a la producción de sentido que se efectúa desde la institución. Aunque estamos acostumbrados a asumir que la obra sale del estudio del artista cargada con una intención y un significado, lo cierto es que el significado se produce socialmente en un proceso complejo, en el que participan múltiples agentes, y puede acabar muy lejos de la intención original de su autor. Valga como ejemplo la anterior foto del Guernica. La experimentación en el plano formal, aunque parezca agotada tras un siglo de vanguardias, postvanguardias, neovanguardias, transvanguardias y postmodernismo, sigue siendo un camino que cada artista debe recorrer para desarrollar el o los lenguajes (más bien recursos técnicos) que su proyecto requiera, si es posible alejados tanto del pastiche como del estilo. Que sea un fin en sí misma me parece más cuestionable, pero la creación es un camino largo y tortuoso. No seré yo quien siente cátedra en este sentido.
Con las instituciones la cosa es muy diferente. Éstas no desarrollan lenguajes artísticos, sino que establecen cánones. Intervienen en el proceso social de creación de valor garantizando, supuestamente, un criterio de calidad. Pero el canon no trata sobre una posible “calidad” artística de determinados objetos, habría mucho que debatir al respecto, el canon es un sistema de exclusión que pretende anular formas de arte que cuestionen directa o indirectamente el orden establecido. Es decir, la naturaleza misma de la experiencia estética, con todas sus posibles consecuencias en lo político (el museo) y lo económico (el mercado). Establecer un canon requiere muchos más recursos de los que pueda tener una institución local madrileña. Incluso todas las instituciones dedicadas a las artes visuales que hay en Madrid juntas carecen del poder suficiente como para imponer un canon, porque no es aquí donde se ventilan estos asuntos. Estos son movimientos de corto alcance, impulsados por intereses aún más cortos. Como he señalado al principio, se trata más bien de instrumentos sutiles de censura, que pretenden eliminar el debate de las instituciones. Presentarlas como neutrales, pero vacías de contenido. Lo que aparece en lugar del canon es un espectro, un canon zombie, parafraseando aquella afortunada expresión de Walter Robinson4. Un cadáver que ocupa el espacio de la experiencia estética, pero que no lo rellena con nada. Lo que desaparece es el sentido mismo, dando lugar a una zombicicación de la creación artística. El canon zombie no nos deja nada, sólo un tremendo vacío. Y me temo que acabará oliendo mal.
Lo peor de todo, una vez más, es el silencio. Que sumidos como estamos en la autocomplacencia, no se discute nada. No se cuestiona nada. No se protesta por nada. Vendrán tiempos peores.
[1] https://www.whitehouse.gov/presidential-actions/2025/03/restoring-truth-and-sanity-to-american-history/
[2] https://elena.vozmediano.info/category/inquisiciones/
[3] https://www.soymenos.net/
[4] Robinson, Walter. Flipping and the Rise of Zombie Formalism. artspace.com 2014
El texto ya no aparece en Artspace, pero se puede leer en:
https://www.phaidon.com/en-eu/blogs/artspace/flipping-and-the-rise-of-zombie-formalism








