El debate sobre el Museo de Arte (con los añadidos de “centro” y “contemporáneo”) padece un problema estructural: quienes participan y lo dirigen, trabajan en él. Son curadores, gestores, funcionarios especializados, cuya profesión es una función del mismo Museo. Es decir, sus sueldos dependen de la existencia de instituciones culturales. Hace menos de cien años no existía este cuerpo gestor del arte. Quizás entonces no hacía falta y ahora sí, pero resulta evidente que son parte interesada. Carecen de objetividad para diagnosticar sus deficiencias y de imparcialidad para proponer medidas correctoras. Su discurso sobre la crisis del museo, que viene ya de lejos, peca de autocomplacencia y tiende a la justificación.

No es extraño, por tanto, que los argumentos habituales suenen un poco a la defensiva, porque quienes los esgrimen saben que el artefacto sobre el cual han levantado sus vidas no funciona y amenaza con llevárselos por delante en su derrumbe. El Nuevo Institucionalismo1 hay que entenderlo en este marco de crisis de la institución: los museos intentaron apropiarse de las dinámicas que los artistas habían desarrollado en sus espacios a lo largo de las tres últimas décadas del siglo XX, en principio para reconectarse con la sociedad y con la creación. Pasaron, por ejemplo, de ser el destino final de una obra acabada a incorporar etapas más o menos amplias de su producción. También asimilaron las estrategias2 participativas y comunitarias ideadas por los artistas en los años 70, pero subsumiéndolas en sus procedimientos burocráticos3.
Nada de esto ha funcionado. Los museos se han distanciado del tejido creativo que les da sentido, han tendido en ocasiones a substituir a los artistas por otros agentes sociales que no les generan conflictos, porque actúan en un campo que apenas intersecta con el de la cultura, pero que les confieren legitimidad. Es el caso del Museo Situado, en el Reina Sofía, que con una actitud de superioridad condescendiente, una nueva forma de pornomisery, “da” espacio a colectivos marginados, pero a cambio de succionar su alma en forma de legitimidad política, sin que la maniobra rebase nunca los límites de lo simbólico y sin que afecte en nada a los jugosos sueldos de sus directivos o a la relación estructural del MNCARS con los grandes coleccionistas. Lo que fue una estrategia subversiva de los artistas, llevar los problemas sociales a las instituciones, se ha convertido en una manera de reconducir el conflicto a un espacio controlado, y al tiempo desactivar la crítica al museo, donde los artistas ya no tienen lugar. Estos, como bien señala Daniel G. Andújar en un artículo reciente, se han convertido en personajes molestos. Incluso nos encontramos a veces con actitudes aversión patológica hacia los creadores por parte de profesionales que existen sólo porque hay… ¿qué? Artistas. Es paradójico y síntoma de un problema más profundo.

La cantidad de capas superpuestas en esta cuestión es inabarcable. Sería materia para un libro, antes que para un artículo. Podríamos señalar cómo el museo ha pasado de estudiar la creación a dirigirla, asumiendo un rol normativo que es perjudicial para el arte desde cualquier punto de vista. O cómo su esencia disciplinaria a evolucionado hasta el punto de ofrecerse hoy como el lugar privilegiado para el disenso, cuando sus dispositivos de control son cada vez más brutales y evidentes. Pero la pandemia nos ahorra un montón de trabajo en este sentido, porque ha hecho patente su realidad más sórdida: no se dedican a la cultura, sino al turismo. El enorme presupuesto de un museo como el Reina no se justifica por su labor cultural, sino por lo que contribuye a que cada año nos caigan en Madrid siete millones y medio de turistas extranjeros, con un gasto de más de diez mil millones de euros. De otra forma no sería sostenible, ni necesario.
Y lo peor es que no funciona sólo como “atractivo”, es decir, como uno de los muchos contenidos que rellenan nuestra ciudad, sino que juega un papel clave en la construcción del sujeto central del capitalismo avanzado: el turista. Esta forma de entender y gestionar el arte está implicada en el desplazamiento del trabajo como elemento organizador de la vida social a favor del life-style, y la diferenciación estructural entre lo moderno y lo no-moderno, base de toda ideología neocolonial, como ya nos advertía MacCannell4 en los años 70. Se trata por tanto de una institución profundamente comprometida con el proyecto político del neoliberalismo, aunque se disfrace de progresista o, incluso, de “antagonista”.
Por lo demás, el museo de arte hace mucho que no funciona. No para el arte. Esta es la gran revelación de la pandemia. Lo que nos muestran las salas vacías de nuestras instituciones es un Museo Zombie. En la tormenta terminológica desatada el Reina y otros centros —abierto, transversal, colaborativo, situado, de los cuidados, pronto alguno se declarará queer— falta el definitivo: zombie. La institución está muerta, pero conserva su capacidad para hacer daño. Y como todos los zombies, se alimenta de carne fresca. Pueden ser artistas jóvenes —muchas instituciones españolas devoran juventud, literalmente—, pueden ser estos colectivos de Lavapiés, u otros de un barrio un poco más allá. No importa, el truco de su legitimidad se desgastará y buscarán un remplazo. Más carne fresca.

La cuestión del Museo Zombie no puede debatirse en el marco existente, porque como indicaba al principio, quienes lo controlan son juez y parte a un mismo tiempo. Para que se me entienda mejor pondré dos ejemplos: en 2019 hubo un congreso en Oaxaca, México, llamado “El Museo Reimaginado”. De los 99 ponentes, sólo uno era artista, Fred Wilson, quien muy posiblemente pensó que era el colmo de la ironía que lo llamasen precisamente a él para poner una “nota de color”. Remontándonos un poco más, en 2006 el encuentro “10.000 francos sin recompensa”, organizado por Manuel Borja Villel para afianzar su posición frente al Ministerio de Cultura antes de asumir la dirección del Reina, incluyó a tres artistas entre los 26 invitados, pero dos de ellos contaban con el respaldo de una larga trayectoria teórica: Martha Rosler y Allan Sekula. Ya entonces señalé mi asombro de que todos los ponentes estuviesen de acuerdo en el carácter emancipador del museo, y ninguno sacase a colación su naturaleza disciplinaria5.
Los artistas estamos sistemáticamente excluidos de este debate, pese a que el Sistema no existiría si no hubiese artistas. Se nos ha infantilizado, como personas irresponsables, que no dominan el discurso y las complejas claves teóricas del pensamiento actual. Además somos difíciles de manejar. Una fuente de problemas, aunque… ¿qué otra cosa deberíamos ser? Por eso pienso que la reflexión que Daniel García Andújar ha publicado en su blog hace pocos días es muy importante, además de una islote de inteligencia y honestidad en un mundillo que no anda muy sobrado de estas virtudes.
Coincido con él en el análisis:
El arte es hoy más necesario que nunca, pero gran parte del entramado que hemos construido a su alrededor, el Sistema del arte, es perfectamente prescindible. La política cultural pública ha sido secuestrada por las grandes infraestructuras culturales. (…) Se corrompe el sentido de lo público y se pierde la función primordial de muchas instituciones que priman la supervivencia de la infraestructura por encima de su misión y finalidad, el contenedor por encima del contenido. (…) Gran parte de estas instituciones, centros de arte y museos se han convertido en un fin en sí mismos, exentos del acontecimiento artístico y distantes de quienes lo llevan a la práctica. Parecen no entender, ni participar en procesos artísticos que ocurren a su alrededor.
Y también en algunas de sus conclusiones, por ejemplo:
Necesitamos instituciones renovadas e infraestructuras culturales sostenibles y cercanas, abiertas y empáticas (…) los museos y centros de arte deberán ceder una parte importante de sus recursos a la creación y producción (…) Hay que atender especialmente a las comunidades de proximidad, públicos, profesionales, artistas y creadores locales que son quienes han de generar vínculos significativos y estables con la nueva institución
La verdad es que se podría citar el artículo entero, léanlo.
Sobre el documento que cita Daniel al final de su texto, hay varias objeciones que hacer. La primera es que el documento está firmado, de manera mayoritaria, por asociaciones de gestores o mediadores, es decir, de profesionales de ese sistema que hemos calificado de “(en gran parte) perfectamente prescindible” Creo que pocas soluciones podemos esperar de quienes han contribuido a desarrollar el sistema que padecemos, y esto es un callejón sin salida, porque no podemos avanzar ni con ellos ni sin ellos. Debo advertir además que en Madrid, el mismo tejido asociativo que aparece en este documento, ha suscrito en dos ocasiones6, 2015 y en 2020, otro donde se presentan objetivos y acciones incompatibles con el de 2011. Por ejemplo, reclaman a la administración pública que financie revistas, centros de arte, programas de televisión y demás chiringuitos a medida para los protagonistas de esta institucionalidad disfuncional. Su capacidad para firmar documentos contradictorios nos dice mucho de su voluntad de regeneración. Por otra parte, la primera propuesta es crear un centro nacional de recursos. Este término ha desparecido del lenguaje institucional hoy en día, pero resulta descabellado combatir los excesos de una mala institucionalidad, “secuestrada por las grandes infraestructuras” con más infraestructuras, que además caerán, de manera inevitable, en las mismas manos de siempre.

Yo no creo que se pueda reformar el museo. Los zombies no vuelven a la vida. Es normal que las instituciones que han perdido su función sigan existiendo, convertidas en un peso muerto para la sociedad. No se regeneran ni se substituyen, otras nuevas se yuxtaponen sobre ellas, empujándolas poco a poco hacia la irrelevancia. El museo es parte de un sistema político y económico extremadamente complejo, imposible de desmontar desde la práctica artística. Pero como la Iglesia, el museo ha dejado de ser el espacio de representación colectiva; y como el Estado nacional, su papel en la producción de subjetividad o decrece o se convierte en un vector de involución. El Museo aún cumple un papel importante en el arte, más allá de la conservación patrimonial, y yo no propongo un giro radical: cerrarlos, quemarlos… o convertirlos en piscinas o discotecas, como clamaba Allan Kaprow7 en los años 60. El problema es que el museo ya no innova, no inventa nada. Es incapaz de ahondar en la democratización que el arte actual exige. No se puede desinstitucionalizar el museo, cuando ésta es una de las mayores urgencias de la creación. El museo se flexibilizó para integrar medios que no se consideraban artísticos hace muy poco tiempo, pero al mismo tiempo se enrocó en su propia burocracia para defenderse de cambios estructurales. Incluso el lenguaje de la curaduría, trufado ahora de términos políticos provenientes del postestructuralismo, se ha convertido en una cárcel donde los artistas entran por su propio pie.
Ya nos advertía Bourdieu en Las reglas del arte8 que éste es un “Paradójico universo, donde la libertad respecto a las instituciones está inscrita en las instituciones.”.
Creo que necesitamos otros espacios, distintos, que no reemplacen el museo, pues caerían en las mismas contradicciones, sino que nos den aquello que éste nunca podrá ofrecer: la libertad creativa. Estos espacios tenemos que inventarlos, porque los espacios se producen, no los encontramos ya hechos y listos para usar. También lo señala Daniel, pero la tarea es ingrata. Se trata de un trabajo colectivo y a largo plazo, lo cual quiere decir que a nivel individual sólo podemos ver ensayos y fracasos, no un resultado que nos llene de satisfacción. Los espacios alternativos, a los que mi vida a estado tan ligada, son un modelo agotado. Aún podemos aprender mucho de aquellas experiencias, sobre las que se ha escrito poco por razones obvias, pero no podemos repetirlas. También hay modelos en otros campos; como referencia, ahora estamos viviendo en Madrid el dramático fin de EVA. Este tipo de organizaciones sociales han tomado mucho de nuestros viejos espacios alternativos, pero ahora somos nosotros los que podemos aprender de ellos. Hay experiencias que han tenido un profundo calado, como la del Canbayal, y otras de efecto mas sutil, apenas perceptible, pero duradero, como la intervención feminista en la galería Mari Boom hace una par de años. El campo de experimentación se puede expandir hasta el infinito y, como ya he señalado, afecta no sólo a la configuración del espacio, físico y virtual, sino también a las formas de gobierno, al lenguaje, a la economía…
Quizás sea prematuro pensar en realizaciones materiales, pero ya es hora de iniciar un debate sobre las instituciones que los artistas queremos habitar.
- Ver Ekeberg, Jonas. New Institutionalism. Verksted 1, Office for Contemporary Art Norway 2003 y Kolb, Lucie & Flückiger, Gabriel. (New) Institution(alism). Oncurating, Issue 21. Zürich 2013.
- Sobre este tema, ver Lacy, Suzanne. Mapping the terrain. New Genre of Public Art. Bay Press Seattle, 1995
- Ver Gordon Nesbitt, Rebecca, Harnessing the means of production, en Ekerberg, J. Obra citada.
- MacCannell, Dean. El Turista. Ed. Melusina. Barcelona 2003 (Shoken Books 1976) Pp. 6 y 8.
- El artículo, pulicado en 2006 con el título «10.000 expectativas sin recompensa», no está disponible ahora online, pero decía entre otras cosas: «no hubo un debate, ni la posibilidad de entablarlo, sobre la crisis del museo (…) El museo de arte contemporáneo, cada vez más difuminado en instituciones destinadas un ocio culto, del tipo de la Casa Encendida [aún no existía Matadero], no ha dejado nunca de ser una representación soez del poder del Estado. Más bien podemos pensar que se ha reforzado esa función, y que se expande a la representación del poder de las grandes corporaciones…»
- Ver mi artículo http://antimuseo.blogspot.com/2020/10/la-mesa-sectorial-ni-agua-para-los.html
- Citado en Alberro, Alexander y Stimson, Blake (eds.). Institutional Critique An Anthology of Artists’ Writings. The MIT Press, Cambridge (MA-US) /London (UK) 2009. Pg. 54
- Bourdieu, P. Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Anagrama. Barcelona 1995 (Ed. Seuil 1992) P. 384.