Notas (personales) sobre «Robert Rauschenberg: el uso de las imágenes»

Rauschenberg no ha sido un artista de referencia para mi generación. Nos queda lejos. Tampoco demasiado, pero sí lo suficiente como para que la distancia, en términos de diálogo creativo, sea excesiva. Los que empezamos a hacer arte a final de los 80 o principios de los 90, la generación, por así decir, de después de la vuelta a la pintura, la que integra la desmaterialización de la obra de arte y las prácticas expandidas con cierta distancia crítica del postmodernismo, dentro un sistema del arte globalizado donde emergían con fuerza otras modernidades y ganaban agencia nuevos sujetos, tuvimos como referentes a los creadores que sucedieron al Pop. Artistas nacidos en las décadas de los 30 y 40, protagonistas de la explosión creativa entre finales de los 60 y los 70. Y para mí de manera especial, no hace falta decirlo, la crítica institucional y el movimiento de los espacios alternativos, también en los 70. Artistas y “movimientos”, a falta de mejor término, posteriores a la consagración de Rauschenberg, que ganó el Gran Premio de la Bienal de Venecia en 1964.

Sin embargo, la exposición “Robert Rauschenberg: el uso de las imágenes” en la Fundación Juan March me ha impresionado particularmente. De una manera más profunda, más íntima, que la que corresponde al puro interés histórico, incluso a la voracidad de experiencias (estéticas) con que muchos artistas nos acercamos a nuestros museos. Distinta también de la admiración que nos puede provocar una gran pieza, como es el caso de algunos cuadros de los años 30 de Maruja Mallo en la retrospectiva del Reina, que, por cierto, he encontrado muy floja en su concepto curatorial.

Esta sintonía con el trabajo de otro artista, esa sensación de que muchas cuestiones complejas de mis procesos intelectuales y creativos encuentran respuestas, o al menos ecos, en las obras de una exposición, es una experiencia infrecuente. Me ocurre pocas veces y sobre todo con artistas más cercanos en el tiempo y el espacio, con los que comparto, en alguna medida, el contexto histórico y cultural. En este caso se debe a que la propuesta de los curadores ha sido capaz de restringir el foco a un aspecto muy concreto dentro de la creatividad exuberante e inabarcable de Rauschenberg: la manera en que recolecta, combina y plasma las imágenes fotográficas. Como dice el título, en cómo las usa. Esta expresión proviene de las propias notas que el artista escribía, muy conscientemente, para la posteridad: “R. used his photographs in his early combines (1953) and colages» (sic) 1981. Rosalind Krauss también alude al “uso” de las imágenes en “Rauschenberg and the dematerialized image” (Artforum, Dec. 1974), para ir más allá: no las usa como signos, sino que las despoja de cualquier transcendencia para usarlas como material. Esto es exactamente lo que me ha interesado tanto.

Pero para llegar a una conclusión debo exponer antes algunos antecedentes. En las últimas décadas han tomado forma prácticas artísticas que parten del archivo, de materiales con una carga estética o simbólica previa, producto de la proliferación inagotable de documentos visuales en nuestra era. Es algo muy diferente del collage en la vanguardia histórica, como la incorporación de recortes de prensa en los cuadros cubistas o, algo después, los fotomontajes y collages dadá, surrealistas y de propaganda política en los años 20 y 30 del siglo XX. El arte de archivo no se proyecta como un movimiento o algún tipo de corriente, que es algo que tendría poco sentido en el panorama de la creación actual, sino que se articula más bien como recurso, de la misma manera que la crítica institucional. Los artistas que trabajan con archivos no comparten ningún tipo de programa o afinidades formales, sólo coinciden en su interés por la profunda carga estética, y también política y filosófica, que estos encierran.

Hal Foster canonizó el arte de archivo en su conocido ensayo An Archival Impulse (October, otoño 2004). En él comentaba la obra de algunos artistas que en aquel momento destacaban en este ámbito, como Pierre Huyghe, Thomas Hirschhorn, Tacita Dean o Sam Durant. El espectro es infinitamente más amplio, no hace falta decirlo, pero lo que nos interesa aquí son sus conclusiones: para él el arte de archivo trata de relacionar, más que de totalizar; cotejar los signos de un pasado extraviado para determinar qué podría quedar para el presente. Hay por tanto un trabajo de resignificación que propone, como nos dice Foster un poco más adelante, nuevos órdenes de asociación afectiva, aunque sean parciales y provisionales.

Nicolás Bourriaud, en Postproduction (2002), aborda el tema desde otra perspectiva: las prácticas artísticas que recurren a formas ya producidas atestiguan una voluntad de inscribir la obra en una red de signos y significaciones. Afirma también que se trata de apoderarse de los códigos de la cultura y hacerlos funcionar, de inventar itinerarios a través de ellos. La postproducción, por tanto, implica la reactivación de esos signos que han quedado sumidos en una “masa caótica”.

Ambas interpretaciones remiten a la noción de intertextualidad, desarrollada por Julia Kristeva. Y, yendo un poco más atrás en esta arqueología, al bricolage de Lévi-Strauss. Para Kristeva la intertextualidad es una condición inherente al discurso. Todo texto, nosotros diríamos toda obra de arte, está inscrito en un sistema de referencias que lo conecta con otros textos. No tiene que ver con la cita ni con la paráfrasis, en toda la amplitud que podamos dar a estos conceptos, aunque ella utilice la expresión “mosaico de citas” cuando la define en “Desire in Language”, sino con la transposición de uno o más sistemas de signos en otro. O, volviendo a sus palabras, todo texto es absorción y transformación de otro. La intertextualidad puede aparecer como un recurso literario o artístico, en el sentido que le da Bourriaud, o, por ejemplo, en el Ulysses de James Joyce o en la obra de Rauschenberg. O, más modestamente, en mi última novela, aún inédita: el protagonista, que se llama Ulises, piensa y habla por medio de citas literarias, las incorpora en sus diálogos perfectamente integradas con los pensamientos propios. Su cabeza es, hasta cierto punto, un laberinto de referencias textuales. Pero no olvidemos que en realidad, como ya hemos indicado, para Kristeva el sentido de todo texto —o toda obra de arte— se produce en un punto de intersección entre innumerables textos —imágenes—, en contra de la noción tradicional del texto como un enunciado autónomo y cerrado.

Pues bien, la obra de Rauschenberg tiene algo de todo esto, pero es diferente. Podemos acercarnos a ella armados con las nociones de archivo, postproducción, intertextualidad, incluso la de bricoleur, y obtendremos alguna conclusiones, pero se nos seguirá escapando lo más importante: su renuncia a establecer un orden, a la universalidad de la sintaxis. El ensayo de Irene Valle, comisaria de la exposición junto con Manuel Fontán, empieza recordándonos algunas observaciones sobre la obra de Rauschenberg por parte de críticos como Leo Steinberg, Douglas Crimp, la ya mencionada Rosalind Krauss o Hal Foster. Del primero subraya que el artista supera en su obra el autonomismo pictórico, aceptando la contaminación entre disciplinas y prefiriendo el caos cotidiano a la claridad. Crimp relaciona al artista con Foucault —quizás Kristeva no era todavía tan conocida— por la convivencia sin jerarquías entre el pasado y el presente y, sobre todo, por el triunfo total de la reproducción sobre la originalidad. Rauschenberg, nos dice Irene Valle, “practicaba un tipo arte que auspicia y se suma a la vida de las imágenes” (pg. 258).

Manuel Fontán del Junco, en el ensayo que cierra el catálogo, nos señala el que quizás sea el concepto central de la obra de Rauschenberg: random order, el orden aleatorio. La expresión aparece en un artículo, es un decir, publicado por el artista en la revista Location en 1963. Está reproducido en el catálogo y se puede consultar en la exposición. Rauschenberg lo explica como “una combinación de ley y motivación local en la que se produce un orden aleatorio extremadamente complejo que no puede ser descrito como accidental” (pg. 279). Es decir, no es un orden lógico, pero tampoco arbitrario. Fontán extiende la noción de random order al museo de arte contemporáneo, en un giro inesperado pero sumamente productivo para la museología crítica: “el sistema del arte se ha convertido en una máquina entrópica (…) con una única función, superviviente y continuamente renovada: la producción de lo nuevo” (pg. 282) Y más adelante: “Como las imágenes en la obra de Rauschenberg, un museo de arte contemporáneo es siempre una yuxtaposición en el espacio de los más variados y diversos disjecta membra producidos por los artistas, sumados cada vez a la cadena histórica formada por las sucesivas encarnaciones del principio de lo nuevo” (pg 284).

Pero volvamos a la intertextualidad y a Kristeva, porque Rauschenberg plantea la cuestión central su teoría mucho antes de que ella publicase “La revolución del lenguaje poético” o “Desire in language”. Incluso antes de que llegase a París e iniciase la difusión en Occidente de la obra de Bajtín en 1965, con veinticuatro años. Lo que nos demuestra es que las imágenes no son autónomas, no están autocontenidas, sino que, como los textos, forman parte de un mosaico infinito de citas, y que la significación es un proceso. En esta afirmación es la subjetividad misma la que cambia de lugar. Pero Rauschenberg va un paso más allá, porque no pretende restablecer un orden, reactivar los signos, como hemos visto en los casos del arte de archivo y de la postproducción, sino que acepta el caos y lo aleatorio. No pretende apresar la imagen del mundo, sino reunir algunos de sus fragmentos. Esto es lo que me ha fascinado.

En mi trabajo reciente —aquí viene la explicación de por qué estas notas son personales y la justificación del inciso promocional sobre mi nueva novela— mi mayor preocupación gira en torno al desgaste de los signos de la cultura, a su vaciamiento de sentido en un panorama de saturación absoluta. Es el motivo de la angustia de Ulises, un escritor frustrado porque no cree en la capacidad de seguir significando: “¿Pero qué pasaría si todos estos códigos, estructuras y nombres hubiesen dejado de funcionar? ¿Si el panorama de los signos de nuestra cultura fuese el de una ciudad en ruinas? ¿Si no quedase nada?” Se pregunta en una conversación sobre el libro de Bourriaud. Éste es también el tema de fondo de la Enciclopedia Ilustrada [M]UMoCA del Arte Moderno y Contemporáneo, título que rinde homenaje a aquella Enciclopedia Salvat del Arte de nuestra adolescencia. ¿Cómo opera, qué queda de la intertextualidad entre imágenes que han perdido su capacidad de significar? Y por último, volviendo a la propuesta de Fontán, ¿cuál sería, en este panorama, la función del museo y de su apéndice, la historia del arte?