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APUNTES PARA UNA TEOLOGÍA-POLÍTICA DE LO ESTÉTICO
José Luis Barrios
1.
De los límites del lugar
La pregunta
por la condición de lo “pos-político”
tiene algo de nostálgico e inquietante, y todavía
más si intentamos pensar que implicación adquiere
esta noción a la hora de pensar las prácticas del
arte contemporáneo mexicano. Para desarrollar mis argumentos
en torno al tema que nos convoca hoy, me gustaría comenzar
por centrar o al menos definir algunos conceptos que en de principio
y de manera abrupta he “soltado” con el evidente ánimo
de provocar y producir una cierta zona de inquietud a partir de
la cual pensar la idea de lo político y lo pospolítico
del arte.
Comienzo mi argumentación con un giro que quiere llamar la
atención sobre las implicaciones que están detrás,
del concepto de lo político y lo pos-político. El
prefijo post fue una operación discursiva que hacia los finales
de los ochenta y durante buena parte de los noventas, tanto la filosofía
como el arte y la arquitectura, utilizaron con la finalidad de anunciar
una categoría epocal que permitiera descentrarse de los discursos
de la modernidad. Es decir afirmar el fin de la historia, el fin
del arte, el fin de las ideologías, la muerte del sujeto,
el fin de la política, el fin de los grandes relatos, como
ya la enunciara Lyotard en el famoso texto La condición posmoderna.
Esta condición supone sobre todo la muerte de la utopía
como proyección espectral de un lugar que sólo se
entiende por la categoría del tiempo como progreso, que en
última instancia es lo que define, como ya lo vieran Adorno
y Horkheimer, el sentido de la historia en la modernidad. Algo de
lo que quizá el pensamiento posmoderno no tenía demasiada
conciencia y que visto con algunos años de distancia nos
permite re-pensar las condiciones de su fracaso.
Si algo es común a las afirmaciones de lo post… es
la idea de la finitud. Lo finito aparece como la categoría
que permite pensar cierta dimensión de la representación
y de los sistemas discursivos que ya no se construyen en función
del concepto de trascendencia, pero no así el idea de lo
trascendente. Si bien, lo finito, en su estructura formal marca
la imposibilidad del más allá del tiempo, al mismo
tiempo permite pensar la multiplicidad como condición del
espacio. Me explico, si en términos temporales lo finito
clausura la apertura al porvenir siempre posible (la utopía),
afirma también cierta cualidad del lugar de lo múltiple.
Se trata de una operación donde la finitud aparece también
como emplazamiento diferenciado, como puro lugar. En este contexto
pensar lo político va acompañado de la consideración
de los espacios como multiplicidad. Algo que introduce un dato diferencial
que es necesario explorar, no solamente en función de la
afirmación de lo múltiple singular como lo han hecho
De Negri y Hardt desde el sesgo deleuziano, sino también
Badiou desde la perspectiva marxista. En éstos lo múltiple
aparece como condición de posibilidad de reconfiguración
del espacio político a partir de la afirmación del
singular presentado que presiona las formas de la representación
para ganar su institucionalización. Sin duda los análisis
de éstos filósofos definen claramente el cambio que
supone las formas de la acción política y estética
en el mundo como globo, como es cierto también que estas
formaciones discursivas emplazadas en los espacios múltiples
no se explican sin ciertas operaciones que trastocan las relaciones
entre memoria, historia y política que conducen a ésta
a la pura praxis, a su mera racionalidad instrumental. Dicho en
otras palabras, la finitud en tanto multiplicidad introduce lo otro
y lo diferente en el espacio político, activando con ello
una nueva configuración del espacio en función de
la demanda social. Una suerte de restribución del poder en
términos del múltiple singular. Desde una cierta perspectiva,
sin duda la finitud inscrita como lugar lo menos que produce es
entusiasmo. Sin embargo no hay que ir tan de prisa.
Si la finitud pone en crisis la condición de la trascendencia
del tiempo, la pretensión del fin de la utopía, también
es cierto que no necesariamente disloca la condición de lo
trascendente del espacio, incluso en algún sentido lo produce.
Lo transcendente que la finitud inscribe al menos supone dos derivaciones:
una hacia la idea de la exterioridad-alteridad; la otra, la noción
de heterotopía. Se trata de una doble operación que
traslada, por un lado el no lugar al otro-lugar y el Sujeto a lo
diferente. Esto al menos tiene una doble forma discursiva que anuncian
las tesis de Foucault y de Lévinas respectivamente. Si bien
con diferencias fundamentales entre ambos, sobre todo en lo que
se refiere al propio concepto de trascendencia que es refractario
al pensamiento foucaultiano en tanto que la heterotopía es
producida siempre por el Mismo, sin embargo aquí importa
llamar la atención sobre la producción misma, ya sea
sólo discursiva o absolutamente real, de esta la noción
de espacio otro y del otro. Importa sobre todo porque me permite
problematizar desde aquí las formas del múltiple singular
con el que la teoría y la filosofía política
contemporánea han intentado abordar las prácticas
artísticas y activistas contemporáneas. Para apurar
un mi tesis: deseo apuntalar ciertos argumentos que intentan mostrar
que la problemática de la finitud, que leo en el prefijo
“post” si bien desplazan el problema hacia el espacio,
sin embargo no trastocan las producciones de diferencial que la
formas y la praxis del poder de la globalización producen.
Es decir reconducir el espacio a la categoría de tiempo para
mostrar en qué medida el no-lugar y la alteridad no trastocan
los sistemas de distribución de los enunciados propios de
la modernidad y que en realidad son formas espacializadas, figuradas,
de la categoría de tiempo. Es decir, son redistribuciones
localizadas en el continuo del tiempo que la modernidad sigue produciendo
en la lógica del capitalismo cultural.
A partir de aquí, quizá podamos aproximarnos desde
una perspectiva menos entusiasta a las formas de representación
y a la función de lo simbólico con el que las prácticas
del arte de resistencia, subversión, etc. trabajan y quizá
poder contrapuntearlas a prácticas que inscriben paradojas
en las narrativa del poder global y que lejos de afirmar el otro
lugar y al otro, introducen la contradicción en los propios
dispositivos de visibilidad y enunciación del espacio artístico
y político.
2.
¿La práctica de resistencia: diferencia o diferencial?
La construcción contemporánea del múltiple
singular tiene una doble arqueología: una que se remonta
a los movimientos de los años sesentas y setentas en la que
se pone en operación la afirmación de la políticas
de la diferencia y las prácticas estéticas de intervención
en espacio que pasa por los movimientos y las estéticas de
género y raza, por el situacionismo y los conceptualismos
artísticos y desde luego por los movimientos estudiantiles
del sesenta y ocho; la otra que se relaciona con el fin de la guerra
fría, la caída de la Unión Soviética
y el consecuente ascenso de la globalización. No voy a abundar
en esto, aquí sólo me interesa apuntar algunas categorías
que me permiten aproximarme a las relaciones entre diferencia y
diferencial.
La operación política y sus consecuentes formas de
representación que se pueden leer debajo de los movimientos
de los años sesentas y setentas es la afirmación de
la diferencia en tanto política de los cuerpos distinto a
la política de los afectos y de los deseos. Es decir, la
fractura generacional de éstos movimientos supone una dislocación
en el orden de la representación que se explica por el modo
en que los cuerpos, se afirman y reconfiguran el espacio político
a partir de la afirmación de la identidad de las minorías,
en el caso de los enunciados de género y raza, la suspensión
del valor de circulación y consumo como forma de diferencia
en el caso de situacionismo, el giro discursivo en el caso de los
conceptualismos que apuestan por una circulación del enunciado
más que por la reificación de la práctica artística
y por la fractura del ethos burgués en el caso de los movimientos
estudiantiles. Lo que en otras palabras significa que el espacio
político es redefinido por cierta afirmación de la
exterioridad o la alteridad que trastoca las formas de control social
con las que moral burguesa, pero no sólo ésta, controla
la afectividad. La afirmación de una exterioridad inscrita
en la diferencia ya sea del cuerpo, la acción, el medio y
el ethos cultural supone entonces una reconfiguración del
lugar de lo político a través de la colocación
de la alteridad y la diferencia. Aquí quiero llamar la atención
sobre la implicación que tiene esta operación: si
bien estos movimientos no se explican sin la operación sustractiva
al sistema de enunciados, lo que habría que tener en cuenta
es si ésta puede suspender o fisurar la forma del tiempo
con el que la sociedad y la política en su fase de modernidad
posindustrial opera. Existe la puesta en espacio de un trascendente,
pero este trascendente ¿suspende la condición temporal
del poder o más bien produce sólo presión para
ganar representación?
El otro momento de este proceso está marcado por la caída
del Muro de Berlín y el consecuente fin de la Guerra Fría
y con ello el nacimiento de la globalización. El cambio en
el modo dialéctico de la historia que definía la lógica
de la historia y la política desde mediados de los años
cuarenta, por el ascenso de un sistema económico político
fundamentalmente definido por la lógica de los flujos nómadas
del capital, va acompañado por el modo en que este flujo
produce y distribuye los diferenciales sociales y simbólicos
en la modernidad tardía.
Los un poco más de veinte años que existen entre los
movimientos de finales de los sesentas y la caída del Muro
de Berlín son un buen lapso de tiempo donde quizá
se pueda encontrar los cambios sustanciales en la definición
de lo político que se ha operado y que en buena medida llega
hasta nuestros días. Entre la afirmación de la condición
política de los cuerpos y la acción y el discurso
como subversiones a la lógica del poder dominante y la transformación
de estas prácticas en formas de circulación que se
activan con el ascenso del capitalismo global, quizá podamos
entender de qué manera opera la transformación de
la diferencia en producción de diferencial.
La arqueología afectiva de la diferencia y la alteridad sin
duda se remonta a las prácticas sociales, culturales y artísticas
que reconfiguraron el espacio político en los años
setentas, sin embargo esta reconfiguración produjo su propia
contradicción: la demanda política de las diferencia,
si bien gano representación en el espacio político,
debilitó la base afectiva de lo social. Su presentación
logró su representación, alcanzó para decirlo
en una palabra el estatuto jurídico, fue enunciado por el
sistema de poder que lo integró a las formas de circulación
y legitimación de la institución. Se trata de una
doble operación; por una parte, la diferencia se territorializa
en términos de su reconocimiento, por la otra, esta diferencia
se capitaliza en términos de su visibilidad. Justo en los
años setentas y los ochenta se empieza a construir el sistema
de enunciación con el que se gobiernan dichas diferencias.
Desde las prácticas de género, hasta las afirmaciones
de la minorías étnicas y culturales entran en las
curvas de visibilidad y enunciación del sistema del discurso.
De este proceso, por lo demás conocido por todos, deseo resaltar
la implicación que esto tiene en función de los conceptos
de finitud y lugar a los que hice referencia al inicio de este trabajo.
El desplazamiento “post” del no lugar al lugar otro
y de la mismidad a la alteridad responde a un cambio en la estructura
de lo político de la tecno-democracia-capitalista. Un cambio
que se opera por la administración de la diferencia como
diferencial. Esta es la operación que se profundiza con la
globalización: la transformación de lo heterotópico
y la alteridad en diferenciales del flujo del capital, en producciones
y distribución de los otros lugares y de las alteridades.
El cuerpo y el espacio se sustraen al sitio para recolocarlos en
los flujos de visibilidad y producción simbólica,
para decirlo en una palabra son administrados de acuerdo a la lógica
del continuo del flujo.
En este contexto el “post” de lo político tendríamos
que entenderlo como una sustracción de sitio por medio de
una operación enunciativa donde el lugar como condición
histórica y el cuerpo como radicalidad afectiva son sustraídos
por la sobreproducción deseante del capital, es decir por
su conversión en plusvalía simbólica, en capital
cultural. Acaso como lo observará Deleuze en el segundo lustro
de los años noventa: “La paradoja fundamental del capitalismo
como formación social es que se ha constituido históricamente
sobre algo increíble: la existencia y la realidad de flujos
descodificados.”1 Estos flujos
descodificados: la singularidad del sitio y el cuerpo como deseo,
son codificados como política de la diferencia y como heterotopías,
primero y más tarde como “múltiples singulares”
en circulación.
En este contexto, la pregunta por la región y la cultura
no pasa de ser una mera figura retórica en la que se operan
las formas de inclusión de lo excluido. Aquí también
quizá es donde podamos entender la condición la operación
del dispositivo arte contemporáneo y los límites de
su práctica política.
Si el arte es sobre todo una producción simbólica,
la pregunta pertinente sería ¿cómo se inscribe
este tipo de producción en la lógica del diferencial
en términos de heterotopía y alteridad?, y aún
más ¿qué impacto o eficacia política
pueden tener estas formas de inscripción?
En el pasado SITAC Sur, sur, sur… dirigido por Cuauthémoc
Medina, Marcelo Exposito presentó una serie de intervenciones
de altermundistas en distintos ciudades de Europeas. Dentro de estas
hubo una que me llamó la atención: se trata de una
protesta en la que los altermundistas se manifiestan utilizando
como escudos distintas imágenes de diversas personas que
se también se han manifestado contra el grupo del G-8 o en
cumbre económica internacional de Davos. La estrategia simbólico-política
consiste en emular los escudos que utilizan las policías
antimotines, pero con dos diferencias: los escudos pancartas utilizados
por este grupo no protegen de nada y echan por delante imágenes
de distintos momentos donde estos movimientos son reventados por
la policías. La acción tiene dos momentos: el primero,
el acto mismo de la marcha de protesta que al ser fotografiada por
los reporteros del País y posteriormente publicados en el
diario, lo que resulta es una suerte de collage que denuncia, documenta
y archiva en el presente de la fotografía los distintos momentos
de represión de estos movimientos; el segundo momento, refiere
a la disolución de esta manifestación, la cual es
también documentada fotográficamente. Se trata de
una operación por acumulación iconográfica
de distintos momentos de represión a estas manifestaciones,
una operación de denuncia que entiende su eficacia en términos
de mostrar el recurso del poder a la violencia. Aquí la operación
de resistencia produce su visibilidad en función de cierta
estructura de dialéctico- simbólica, que desde mi
perspectiva es problemática. La acción o intervención
política está planteada en los términos de
la inclusión de lo excluido en tanto producción de
visibilidad. Su eficacia según esto se explica por el modo
en que necesariamente entra en el circuito de lo visible, que en
última instancia es lo que lo pone en circulación.
Pero dicha visibilidad sólo se explica por el momento de
negatividad de la acción, está producida por el propio
régimen de enunciación que codifica la alteridad y
la diferencia. Una suerte de retórica de la víctima,
que si bien desenmascara las formas de repetición del ejercicio
del poder, no puede interrumpir su práctica. La implicaciones
que esto tiene en términos político-estéticos
los dejo para el final de este trabajo.
La otra práctica artística sobre la que quiero llamar
la atención es la polémica pieza de Miguel Ventura
Cantos Cívicos presente actualmente en el MuAC (Museo Universitario
de Arte Contemporénao) de la UNAM. Se trata de una enorme
instalación donde Ventura explora las relaciones entre arte,
capital y totalitarismo. Un crítica que parte del desquiciamiento
de los signos y las representaciones, textualmente, para conducidos
al delirio. En un desbordamiento de los aspectos semánticos
e iconográficos y por medio de un juego hipertextual basado
en el emplazamiento anacrónico de elementos sonoros, visuales
y vitales (las ratas), Cantos Cívicos produce una paradoja
esquizoide en la regulación y la función de lo simbólico.
Así las relaciones entre imágenes de soldados nazis,
contrapuestas a fotografías de marines norteamericanos, que
conviven, con imágenes del propio Ventura disfrazado de Nazi
parodiando las prácticas eugenésicas del nacional
socialismo y con páginas de personajes de la vida pública
y social mexicana, pero también con textos de la revista
pro nazi Timón que durante años dirigió José
Vasconcelos y con fotografías de personajes políticos
y empresariales de la vida en México de los años treinta,
cuarenta y cincuenta, y aún más, con las relaciones
formales y sígnicas de las que el artista echa mano para
desplazar los significantes, por ejemplo svástica, dollar,
mierda, arte; Cantos Cívicos opera un dislocamiento de los
significantes a partir de fracturar la interioridad del significado
de cada uno de los elementos que componen esta instalación.
Desde mi perspectiva la importancia de esta pieza, a diferencia
de la estrategia alteromundista comentada por Expósito, descansa
en la sustracción a las formas de la alteridad y la heterotopía,
a cambio de la introducción de la paradoja en el propio sistema
de codificación. Se trata de una alteración de los
enunciados que producen una suerte de irreverencia y que al hacerlo
interviene en los imaginarios del poder.
La inquietud y el enojo que esta instalación ha producido
en cierto sector social es muestra de ello. Es curioso, por decir
lo menos, que Cantos Cívicos haya generado reacciones tan
furiosas en analistas político-mediáticos. Las críticas
que han hecho Soledad Loaeza, Leo Suckerman y Enrique Krauze se
centran en el supuesto uso “irresponsable” y panfletario
que el artista hace de la svástica al no hacer presente la
relación con el Holocausto, como también han criticado
el supuesto uso maniqueo que –según su interpretación–
se lee en la relación entre los soldados norteamericanos
y los nazis. Pero todos ellos omiten, por ejemplo las fotografías
de Ventura parodiando la eugenesia. Si esto lo traigo a colación
es porque estas reacciones, sin duda, revelan que la estrategia
artística utilizada por Ventura, interfiere en la circulación
de los signos, operando con ello, una cierta acción política
que me permite explorar registros que no están necesariamente
relacionados con estéticas heterotópicas y de la diferencia.
Pero no sólo eso, también se relaciona con el juego
que hace con el dispositivo de visibilidad “Museo”.
Una de características de Cantos Cívicos tiene que
ver con el extremo al que lleva el museo a la hora de tener que
negociar con una pieza que entra de lleno a la crítica al
sistema de poder y trastoca la lógica del negociación
de éste. Justo en el momento en que el Museo debe asumir
la condición irreverente y transgresora de esta pieza, éste
se coloca en un borde ante el que la institución tiene que
tomar la decisión de exhibir la pieza antes que ejercer cualquier
tipo de censura. Lo que en otras palabras significa que el artista
lleva al “borde del vacío” a la institución
y con ello a configurar un emplazamiento discursivo o a tener que
asumir la contradicción en los modos en que se construye
la viabilidad social de la propia institución. En suma, este
pieza abré una zona de conflicto que presiona el espacio
de la representación, las formas del discurso y el dispositivo
de visibilidad. La pregunta en términos de sistema simbólico
y en el contexto de los argumentos expuestos aquí, es está
¿Cuál es la estrategia que se activa en esta pieza,
que inscirbiéndose en el espacio de visibilidad y circulación
del arte, logra producir una zona de afectación y no nada
más una denuncia?
3.
De la funciones políticas del arte al arte de la política
El arte de la política consiste en hacer impolítico
lo político. El gran político es aquel que sabe negociar
la zona de conflicto y conducirla al orden de lo simbólico.
El arte de la política se define entonces como la capacidad
de producir órdenes simbólicos que permitan la representación
de la multitud, ya sea por sistemas de abstracción como el
pueblo propios de la retórica del poder de la modernidad,
ya se por sistema de desmultiplicación que es el múltiple
singular propio de la tardo modernidad global. En ambos se trata
de establecer de una distancia entre el presentación y la
representación, entre cubrir la demanda social y generar
los diferenciales de enunciado que permitan la representación
y al mismo tiempo mantengan la distancia del afecto como interés
de acceso al poder. Una operación que no se puede dar sin
el doble dispositivo de producción simbólica por un
lado y de control de deseo por el otro, que en el caso de capitalismo
cultural, se define en función de la heterotopía y
la alteridad, tal y como lo he intentado explicar a lo largo de
todas estas páginas. Si bien es cierto que la crisis del
pensamiento de la diferencia, el multiculturalismo y el poscolonialismo
se han vistos forzados a replantear sus estrategias de discurso,
al menos en lo que se refiere la equivalencia entre lugar e identidad,
intentando jugar con la dialéctica del espacio, también
es cierto que no siempre logran desplazar el significante esclavo
a la hora de configurar sus representaciones. Acaso por ello en
uno de los ejemplos que he traído a cuenta lo que intento
es mostrar cómo funciona esta dialéctica. Si la resistencia
juega con la idea de alteridad y heterotopía, en realidad
lo que hace es restablecer el juego entre identidad y diferencia,
que por cierto es a los ojos de Hegel es el que determina la condición
de la Historia occidental. La inclusión del excluido supone
siempre que la subjetividad se afirma por la negación que
opera la mismidad, lo que en términos simbólicos,
significa que la producción de visibilidad desde lo otro
por principio va a ser reprimida. La razón de esto es porque
ante la mirada del poder el acortamiento de la distancia ejerce
una presión y no una fisura. La exterioridad se presenta
siempre como otra y en tanto tal puede ser dominada. Si bien es
cierto que esto produce su eficacia, se debilita en función
de que esta eficacia sólo puede existir en función
de los sistemas de distribución y visibilidad que el poder
produce. Parece, entonces que lo que se vuelve problemático
es el modo en que la producción simbólica entra en
circulación en el dispositivo de visibilidad.
Habría quizá que entender que son en los territorios
de lo visible donde se pueden operar las estéticas de lo
político. Lejos de los discursos refractarios a la institución,
instancia visible por antonomasia, hay que pensar como interrumpir
y desquiciar el dispositivo mismo de visibilidad. Eso a mi entender
es lo que produce la obra de Miguel Ventura: el no negocia desde
la exterioridad de los enunciados y los símbolos, antes bien
desquicia su pura interioridad, reinscribe el delirio en el símbolo
y con ello produce una fuga del sistema a su pura contradicción,
lo desnuda simplemente. Se trata de una de producir el filo esquizo
del significante.
Al inicio planteaba la necesidad de re-pensar las formas del espacio
y el tiempo. Si el espacio permite un dislocación y un re-colocación
de lugares y diferencias, en la medida que se inscribe en la dialéctica
del significante esclavo, difícilmente puede trastornar la
lógica del enunciado. Finalmente lo que opera en la lógica
de la denuncia es una condición temporal que espera, que
se inscribe en la forma del porvenir y el mesianismo. Mostrarse
como exterioridad siempre produce una tensión, una demanda:
una figura de tiempo.
Por su parte colapsar la interioridad del enunciado significa una
acción herética, una paradoja que al menos hace evidente
la forma en que el deseo en el poder funciona, redefine el espacio
de circulación donde lo que se muestra es la aporía
de lo político: su exigencia de preservar el poder y desde
ahí distribuir la disidencia para controlar la producción
simbólica. ¿Qué pasaría si en lugar
de manifestarnos a partir de nuestras exterioridades y exclusiones,
lo hiciéramos usando como escudo, por ejemplo, la imagen
de Rey Juan Carlos? Ahí el poder al menos se encuentra en
la encrucijada entre reprimir la multitud o respetar el cuerpo del
poder…hacer una u otra cosa, significa producir una contradicción
que colapsa la producción de lo diferente como diferencial
a cambio de una mismidad que se altera al interior de sí
misma.
El tiempo en nuestra cultura tiene su paradigma de enunciado en
la forma de la trinidad cristiana: la relación entre el origen,
el presente y la presencia, según el dogma son la misma sustancia
que cuyas hipóstasis se realizan en el plan de la historia
como gracia y fin. La herejía pretende mostrar la contradicción
que supone pensar que la sustancia puede ser la misma en las tres
dimensiones y no un derivada de la otra, o mejor aún que
el plano de consistencia del presente sólo se explica por
la finitud de la muerte. En una suerte de parálisis de lo
sagrado, su desquiciamiento. Esto sin duda tiene algo de iconoclasta
en lo que a lo simbólico se refiere. Probablemente la función
política de lo estético tenga que ver con esto: ¿Cómo
inscribir la contradicción irresoluble en el tiempo que al
mismo tiempo se piensa eterno?
1 Deleuze,
Derrames.p. 21
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